SE LO DIJE A MI MUJER

Se lo dije a mi mujer: “Peor que vivir solo es vivir juntas dos islas”; y como no estoy en edad de hacer amigos, vago sin rumbo fijo, de pueblo en pueblo, de bar en bar.

Di con esta taberna por puro azar. La gente me hizo pasillo al reparar en mi aspecto de mendigo. Como siempre, pedí una cerveza, hablé solo, y luego discutí con el cañero, para que me echaran del local.

Me fijé en la expectación que había en una mesa. La miré de frente, por los dos costados, la remiré. Ella: Tiene la piel más fina y blanca que conozco. Tosí escandalosamente, pero no logré que levantara la cabeza del tablero. El camarero me dijo que era la final, y que el aire de la calle me sentaría bien. Me calmé. Llegué hasta su nuca.

El perfume no era el mismo, el juego sí. Le dije al oído “Me encanta el juego del ajedrez. Me apasiona. Es más, hay muchas noches –igual serán todas- que las paso en blanco, o en blanco y negro, repitiendo –con los ojos abiertos, con los ojos cerrados-, mil y un partidas que sé de memoria; creando combinaciones, o intentando batir el Guinness en dar mate con caballo y alfil, o pensando en nada, que en mí, es ajedrez”. Ni se inmutó.

Cambié de oído: “En mi casa tengo cientos de ajedreces extendidos por las habitaciones, por el suelo…. Yo, con blancas, contra yo, con negras. Tuve tableros hasta en el balcón, pero llegó la devastadora plaga de palomas, y sus microscópicos cerebros de pájaro, confundían mis dominios con los suyos. Y movían las fichas, y defecaban en A5, y en C7…

Quise recordarle aquel día de agosto, en que ella practicó una estratosférica jugada, tan cerca de ser novedad. Aquel día en que tocaron el timbre mil veces, o cincuenta mil, y que no abrió. Cuando llegué a casa, un sudoroso policía todavía timbraba. “Un coche ha atropellado a su hijo” –me informó. Angustiado, le pregunté “¿Está bien?”“Sí, ha quedado bien” –me dijo- “Está en el tanatorio”

.No se alteró. Le quedaban cinco minutos.

Abandoné el bar. Como dijo Kubrick “El ajedrez enseña más bien a evitar errores que a tener ideas”.

Sí, mi mujer y yo somos alfiles de diferente color.

 

Este relato lo escribí con 18 años. Estuvo perdido en un cajón mucho tiempo. Lo encontré casualmente buscando otro cuento, ya que el Ayuntamiento de Zumarraga organizó un certamen literario, el primero. Mandé los dos y, con este obtuve el segundo premio. Da la casualidad que el protagonista tiene un bar y que el ajedrez es un elemento importante en la trama. Ya entonces me encantaba el ajedrez. No es que sea un relato maravilloso, pero creo que es bastante original. Le tengo un cariño especial porque fue el primero que publiqué. He respetado la estructura, aunque he hecho pequeños arreglos gramaticales, y lo he pulido más.

  

LOS EXTRAÑOS SUCESOS DEL 14 DE JUNIO DE 1814

I

A la justicia vitoriana:

 Con el debido respeto y cuando dudo que empieza a flaquear mi estado mental me dirijo a ustedes, esperando llegue este manuscrito antes de que se le ejecute a mi amigo Rafael Cruz, más conocido por “Tío Juan”, y se cometa un gravísimo error, el de acabar con un inocente. Voy a intentar aclararles lo que allí ocurrió, a pesar de que ni yo mismo lo entiendo bien.

 Ante todo he de aclararles que no soy ducho en las letras, que nunca he escrito, y que nunca lo hubiera hecho de no haber estado en peligro la vida de Rafael.

El firmante de este manuscrito contrarreloj no tiene abierto ningún tipo de expediente por hurto y menos por delito de sangre. Mi conducta siempre fue intachable hasta la citada trágica fecha.

 Me llamo, para que no queden dudas y para rapidez de burócratas en amnistiar a mi amigo, Joaquín Iriondo Iñarra. No tengo apodo y soy euskaldun, de familia del País, por siglos. Soy el tercero de los doce hijos que tuvo don Luís Iriondo Murgizar (q.e.p.d.), de familia noble, a menos. A la edad de 24 años, siendo soltero como hasta hoy, y al desheredarme en vida el citado don Luís, y merced a cierta cantidad de dinero (limpio) que tenía, me aventuré a abrir la tasca “CASA IRIONDO”, en la calle Dato, número 12 de nuestra capital. El negocio constantemente me enriquecía; eso sí, poco a poco. De todas maneras, no fue el vil metal. El azar, el riesgo (que siempre me gustó) y, tal vez, el hacer un favor a Tío Juan, fueron los verdaderos motivos que me impulsaron a involucrarme en la tragedia de la mansión del Conde de Areiza, que seguidamente paso a relatar.

 A Tío Juan le conozco desde que abrí la tasca, es decir, desde hace unos diez años; y era precisamente en mi tasca donde moraba. Mi pupilo, como ustedes bien sabrán, no tiene trabajo estable, porque es persona que acusa, como no conozco otra, la fatiga. En las temporadas que acusaba el esfuerzo y sanaba con descanso no entraba en sus bolsillos plata y, pese a no ser derrochador, no tenía dinero para pagar su albergue. Así que yo, agradecido por su fiel amistad, no le cobraba absolutamente nada.

 He de decir en su favor que es un mortal piadoso, culto, cortés y poseedor de una charla grata y, que es humano y, como humano, tiene sus fallos. El tiene el defecto que, de vez en cuando, se encapricha de algo ajeno; pero eso sí, yo que le conozco perfectamente, puedo decir que él es incapaz de hacer daño a alguien y, me consta que nunca ha matado a ninguna alimaña o bicho por repugnante que sea.

Pese a tener mucha confianza conmigo, él nunca me hacía partícipe de sus leves faltas. No por miedo a delatarle, que Dios sabe no lo haría, sino por no comprometerme mínimamente. El bueno de Rafa sabía que mi gran ilusión en la vida era poseer algún día un buen juego de ajedrez; por eso, no sé si el 8 ó, si acaso, el 9 del mes en curso, se le escapó lo siguiente:

 -Joaquín, ¿aún sueñas con el maldito ajedrez?

 -Sí. –Le contesté muy sorprendido, no sabiendo por qué me lo preguntaba-. ¿Por qué lo dices?

 -No sé, no sé… Tal vez uno de estos días me anime a regalarte uno.

 -Vamos, ¿bromeas? No tienes una moneda en los bolsillos y, ¿hablas de regalos? No te cobro la pensión desde hace medio año… -Le dolió mi poco tacto e intenté enmendarlo- ¡Hombre! Tranquilo. Ya sabes que no te lo he dicho por mal… La verdad es que me dejas asombrado.

 - Bueno, te voy a ser sincero. Te estoy muy agradecido y te lo voy a demostrar; ya se sabe: las palabras se las lleva el viento, y... -Dudaba en sincerarse conmigo, pero por fin soltó la carga- No te voy a andar con rodeos: voy a adueñarme de algunas cosillas de un tal… Conde de Areiza.

 - Tú no estás bien de la cabeza. Tiene, por lo menos, a seis criados en su caserón. ¡Te cogerán! ¡Es imposible!

 - Me cogerían, si no tuviera la ayuda de uno de sus criados, que va a ser socio mío.

Él me dejará entrar. Y él me ha dicho que Areiza tiene el mejor ajedrez del mundo. El tablero es de ébano con incrustaciones de rubíes y esmeraldas, y las figuras son de oro macizo, ¿oyes? ¡De oro macizo! ¿No es ese tu sueño?

No pensaba ya en nada, excepto en los destellos de las piezas. Era la ocasión, el sueño –como bien decía mi amigo- Me puse muy nervioso, excitado hasta el paroxismo. No se si sería tan fácil, pero egoístamente no me angustiaba su suerte.

 - Entonces, qué… ¿te lo traigo?

 Después de un rato prudencial, en el cual no estuve estudiando su propuesta y que sólo fue la lógica espera de una persona honrada en estos turbios manejos, moví afirmativamente la cabeza.

 . ¿Y cuándo irás allí?

 - Pronto. Muy pronto.

 

 

II

Despachaba, ya a los últimos borrachos del mostrador, quedando únicamente los de pensión. Era casi medianoche del día 12 cuando un sujeto embozado en una bufanda entró en mi local. Era espigado y, canos, sus cabellos descubiertos. Vino directo hacia mí.

 - Buenas noches, señor. –Vio en mi cara desagrado y se apresuró a decirme- Ya veo que está cerrando. No quiero tomar nada. Ahora me iré. Busco a un tal “Tío Juan”. Mora aquí, ¿verdad?

 - Sí, en efecto. ¿No será usted…?

 - Sí, el mismo… Me imagino que… sí. –Me lo dijo con un ademán de verdugo. Entreví su faz rojiza de pura cólera. Había existido en este primer contacto un saber lo que estábamos pensando cada uno. La gente culta creo que usa la palabra telepatía- ¿Está?

 - ¡Sí! ¡Sígame! Le conduciré hasta su aposento.

 Rafael en la habitación jugaba un solitario con unos viejos naipes. De inmediato los soltó. Saludó inquieto al visitante, que se descubrió el embozo totalmente. Y nos presentó.

-Sebastián, Joaquín. Joaquín, Sebastián.

 El apretón de manos fue frío, incluso hostil.

- Bien –dijo con el ceño fruncido. Le miró con muy malas pulgas a mi pupilo. Le reprochó- Quedó claro que no hablarías a nadie de nuestros asuntos.

 Rafael creo que dudó en callar.

- Es igual. Este es de fiar. Es como un hermano de sangre.

 - ¿Cómo va a ser igual?

 - Si quieren me voy –tercié-.

 -No, no. Ahora sí que es igual. Ahora te tendrás que mojar en este asunto. Nos jugamos los cuellos. Necesito la seguridad de que no nos delatarás…-Pensó un algo y prosiguió- Definitivamente, pasado mañana, el día 14; sobre las diez de la noche, mientras el Conde cene. Aquí traía un croquis del palacio. Detrás de la hoja está apuntado lo que merece coger. Con que…, vayáis –dijo inseguro- a estas dos habitaciones, vale. ¿Veis cuáles? –Nos señaló en el plano dos rotuladas con tinta roja.

 El Sebastián ese desde el primer momento no lo tragaba. Pero como me había metido en el fregado…

- ¡Oye! ¿Y cómo entraremos?

 - Sencillamente, sobre las diez bajaré a abriros el portón. Para salir, ya sabéis, o por la misma entrada, o por una ventana o por donde sea. ¡Eh! Rafael, repartiremos entre tres, es mucho lo sisable y nos tocará mucho por cabeza. ¿Qué te parece?

 -Yo sólo quiero el ajedrez. –Interrumpí- Lo demás, para vosotros. Una cosa, Sebastián, según lo cuentas es un juego de críos, coser y cantar. Si es tan fácil ¿qué falta tienes de cómplices?

 - Bien es verdad que es muy fácil –comentó trastornado, no sé si por la pregunta o por qué, y tembloroso extrajo su reloj de bolsillo del gabán-. No puede ser porque estoy constantemente vigilado. Ahora mismo tal vez lo esté. ¿Y sabéis por quién?Por algún criado. Sé que es imposible de creerme, pero oídme: el mezquino Areiza sabe que anhelamos tener sus riquezas y, nos obliga a vigilarnos mutuamente, así que nos llevamos, unos con otros, como perros y gatos. Nos tiene prohibido hasta hablar entre el servicio. En esa casa todo es desconfianza. No os podéis hacer idea de quién es; es abominable, le gusta el oro más que su vida. –Volvió a mirar el reloj-. Tengo que irme antes de que mi guardián se impaciente. –Y siguió tembloroso-.

Yo soy el más viejo de su servicio y no llevo ni cinco años. Él dice que los lacayos se van, pero yo sé que no es verdad, él los mata…, o…, nos obliga a ello. Bueno, no puedo estar más rato. No olvidéis: pasado mañana a las diez, la puerta principal. Si todo sale bien dentro de un mes vendré. Suerte.

 El asesino se fue. Donde me había metido. Suerte, ¡bonita palabra!

 

  

III

 Cuando llegamos tupidas tinieblas envolvían la mansión del Conde y en un momento de nada la noche cayó pesadamente. La espera se hizo larga como un Vía Crucis. Eran las diez, casi y cuarto, cuando nuestros oídos escucharon los chirridos de la puerta. Asomó una luminosa cabeza de cabellos blanquecinos. Sebastián nos buscó en la cerrada oscuridad. No se apercibió de que, apenas a quince metros, detrás de unos setos, esperábamos su señal. Le noté con los nervios a flor de piel. Impaciente e inseguro entró. Nosotros con muchísima cautela le seguimos. Era importantísimo el sigilo, nos jugábamos la vida.

 Enormes y largos pasillos recorrimos. Sudábamos copiosamente. Me hubiera gustado echarme atrás y de hecho me hubiese ido de allí, si no hubiera oído unas pisadas muy cerca nuestro. Temblé. Quise ver el rostro de mi amigo, ver si también temblaba, o preguntarle de quién podrían ser aquellos pasos, pero fue en balde, el miedo me cegaba y había enmudecido. Aseguraría que ni tan siquiera respiraba.

 Pasada la ceguera temporal me di cuenta de que habíamos dado con una de las habitaciones marcadas. Parecía la cueva de Alíbaba, o la del Conde de Montecristo, Había miles de riquezas, candelabros, vajillas de plata relucientes, joyeros, cuadros, alhajas en vitrinas, escudos, antigüedades, figuras y jarrones del Oriente…Sin embargo, creo que ninguno de los dos pensábamos en ello. El oído, maldito sentido, nos devoraba. Al principio, el silencio delator parecía tener su particular sonido; luego, las pisadas anteriores, muy cercanas; después, el estrepitoso barullo de danzarines cubiertos: primero, el toma y daca del cuchillo; más tarde, del tenedor; de nuevo, el cuchillo… Y nosotros, aguantando la respiración y el que no nos desmayáramos.

 De repente, crepitó la madera. “¿Qué pasa? –Me pregunté- Juraría que alguien ha cruzado la habitación”. “¡Pero, no! ¡Qué extraño! –Pensé- ¡Si no hay nadie!

 Al remirar el salón observé que una puerta entreabierta conectaba con un suntuoso comedor, donde cenaban el propio Conde y su servicio, incluido Sebastián. En total, seis personas sentadas alrededor de una gran mesa de roble. El saber que estábamos tan cerca de aquel grupo me asustó; aunque más pavor me entró al oír un portazo muy cerca nuestro. Rafa y yo nos paralizamos; no nos podíamos mover. Les aseguro que era imposible hacer el más mínimo movimiento. ¡Hasta los dedos de las manos se petrificaron! Les juro por la Sagrada Biblia que ninguno de los dos intervino en la tragedia; siendo meros inoportunos espectadores de lo que allí aconteció.

 

  

IV

El más cercano a nosotros era el Conde de Areiza y era el único que prescindía de asiento; pues, como sabrán ustedes, era paralítico y posaba en una silla con pequeñas ruedas de madera. Yo lo desconocía hasta entonces. Me desconcertó y angustió, máxime al contemplar su grave rostro, alarmantemente falto de piedad. Parecía ser la caricatura de un hombre agresivo y brutal. Fue mientras le observaba cuando me sobresaltó en extremo. De un puñetazo despejó lo que pilló en la mesa, rompiendo copas y vasos y tirando todo al suelo. Su servicio no se inmutó lo más mínimo, debían estar acostumbrados a su recio temperamento. Diríase que se rompió la tierra cuando, con su voz enérgica y poderosa, preguntó airado:

- Arturo, ¿de qué cosecha es esta porquería de vino?

 - Señor, es de la que está tomando últimamente.

 - Es usted un inepto. ¿No ve que le va mal con la caza?

 - Perdón, señor. Tiene toda la razón.

 - ¿A qué espera? Vaya raudo a la bodega y traiga un buen caldo.

 - ¿Qué le parece un Castillo Xabier, señor? –Terció tímidamente una vocecilla-.

 -Sí. Tiene razón, Santiago. ¿A qué espera?

 El criado que atendía por Arturo salió veloz en busca del citado Rioja. Era imposible de creer lo que vi. A Arturo le siguió otro hombre y, a ese hombre, otra persona, y a esa persona, otra, y… El Conde era tal como lo describió Sebastián. Desconfiaba de todos y, unos a otros, se vigilaban. Ridículo, sumamente ridículo. Era como si los criados hiciesen una cadena para apagar un incendio, y según andaba uno, le seguía otro, guardando la distancia suficiente como para verse. Sólo quedó en el comedor Sebastián, que no perdía la vista al lacayo que tenía enfrente.

Pronto desapareció de mi vista y, al rato, de la del paralítico.

 Mis malditos oídos volvieron a escuchar un silencio negro. Algo debió ocurrir. El mismo Conde, pasados unos minutos, se impacientó. Le vi sudar, se sofocó, y escuchó, al igual que nosotros, pisadas y golpes, que se fundieron en una, dos, tres…, once y doce campanadas del reloj de pared.

 - ¡Dios mío! ¿Qué pasa? ¡Les estoy esperando!

 Los segundos fueron minutos y los minutos, horas. El terror, jueces de Vitoria, es algo que no se puede explicar con palabras, hay que vivirlo. No me voy a molestar ni en definirlo.; simplemente, haciendo un esbozo, es angustia tras angustia, es inhumano. Se suele decir que la muerte se huele y tengo el convencimiento de que es verdad. Entre el pérfido silencio oí nítidamente tripazos y aires del Conde, el bombeo de su sangre, sus bufidos, un llanto infantil; olí sus tripazos y las miserias de su cuerpo. A poco volcó de su silla, al intentar repetidamente situarse en posición fetal. Rezó en alto un Padrenuestro interminable. Se atropellaba las palabras, mezclaba partes del Credo y de otras oraciones, se le olvidaba “más líbranos del mal. AMEN”, e iniciaba “Padre nuestro que estás en los cielos”. Imploró extenuado, con los ojos vidriosos, al borde del desmayo: “Dios, sálvame si existes. Dame pies para andar. Por favor, obra ese milagro”. Y siguió “Haz esa prueba para que crea en ti”. Dios no accedió a aquel chantaje, pero él se lo pidió miles de veces “Haz esa prueba, haz esa prueba, haz esa prueba…”

 Sus rezos y súplicas los compartí en aquellos momentos, porque al igual que el Conde, yo tampoco podía andar. ¿Qué ocurría? ¿Qué había orquestado Sebastián? ¿Un ajuste de cuentas? ¿Por qué no regresaban de la bodega? No sé como resistí tanto sobresalto. El bueno de Rafael, en cambió, se desvaneció. En aquellos momentos pensé que su corazón no había podido asimilar tantos sufrimientos y tantos terrores. Miré consternado a mi amigo, no me hacía a la idea de que no volvería más.

- ¡Aaaaaah! –Gritó el paralítico de la silla de ruedas- ¿Quién es usted? ¿Qué quiere?

Yo también grité al unísono. Al mezclar la voz, aquel ser no se percató de mi existencia y, tal vez, esa fue la causa de que ahora me encuentre vivo.

 Definitivamente, jueces de Vitoria, no sé si estoy enloqueciendo al recordar a aquel ser. Sé que este día me ha marcado totalmente y que no me recuperaré nunca; mis huesos acabarán balanceándose en un árbol, o a lo mejor, se pudrirán en un sanatorio.

 El ser que vimos parecía un espectro, algo intangible, de no ser por una barba que colgaba en el aire. Luego, me fijé bien. Bueno, tenía pies, manos, espalda, cara…, pero ¡tan reducido! Se trataba de algo que recordaba vagamente a un humano.

 - ¿No me reconoces, hijo de perra? ¿No sabes quién soy? Te dije que volvería y aquí estoy –Era una voz, que por fuerzas salía de aquel ser. Los ojos del Conde se clavaban encima de la casi transparente figura- ¿Qué, no sabes quién soy?-prosiguió- Augusto Rivas. Yo estuve a tu servicio, aguantando tus perturbaciones, tu despotismo, tu…

- ¡Mentira! ¡Sal de aquí! –Bramó el Conde, sacando todas sus fuerzas, encogiendo el cuerpo al máximo- Augusto Rivas fue hombre de bien y yace, como yacen los muertos. ¡Sal de aquí, degenerado!

 - Saldré después de matarte, como también he matado y acabado con esa raza desquiciada que estabas haciendo; pero antes te voy a refrescar la memoria. Augusto Rivas soy yo, y te voy a decir, asqueroso jauntxo, que tú, debido a una manía persecutoria, creyendo que quería tu oro, ordenaste mi encierro en el castillo de Trespuentes. Allí, me emparedaste en una habitación minúscula, y húmeda, a más no poder, y me dijiste ¿recuerdas? “Aquí no podrás coger mis cosas. Aquí morirás como un buen cristiano. Lo hago por ti y por mí. Tú necesitas la redención del Señor, yo necesito la seguridad de poseer mis bienes. Tu muerte es bien segura; guardarás ayuno obligatorio, ni tan siquiera beberás. Comprende, tu celda la vamos a tapiar y nos será imposible pasarte alimentos y agua”. Te reías ¿Te acuerdas?, y todavía me dijiste, que con un poco de suerte igual me moriría de pulmonía o, si quería, podría morir despeñado, si lograba saltar por aquel ventanuco a cinco metros del suelo. ¿Cómo te reías? Parece que estás muy callado, ¿eh?

 El Conde estaba mudo, y me imagino, al igual que yo, pensaría en la Providencia, en que de repente despertáramos de un mal sueño; pero era evidente que aquello no era una pesadilla.

 - Si quieres el oro llévatelo, y vete –suplicó el Conde, sacando un chorro de voz mortecino. Las suplicas del Conde no valían de nada. Y él lo sabía.- Si te vas, te juro que te pasaré en vida mi título.

 - ¿para qué quiero yo tu título, imbécil? Te he dicho que te mataré y así será. ¿No me preguntas cómo es posible que esté hoy aquí?

 - No; tú eres el diablo.

 - ¿Me ves el rabo, Conde? –Rió con sorna la espectral figura- Lo pasé muy mal. A propósito, ¿ya sabes qué comía? El moho de las paredes, los insectos que se colaban en mi celda y, sobre todo, ratas, muchas ratas. Sí, numerosas ratas que subían por la hiedra hasta el ventanuco. Ratas que, en manadas, saltaban a por mí; que no me permitían dormir, ni tan siquiera pegar un ojo, siempre en vilo; pero a fin de cuentas, ¡benditas sean!, porque fueron mi sustento y mi única diversión, el matarlas. Sí, como te decía, lo pasé muy mal. ¿Y ya sabes cómo calmaba mi sed? Absorbiendo con todas mis fuerzas, las húmedas paredes, la húmeda columna, la húmeda tapia, el húmedo suelo… Y viví, ¿ya ves? Tres mil diecisiete días en la habitación de recogimiento que me preparaste. Hoy, al atardecer, ha reventado el castillo en mil pedazos. Sus paredes las he secado totalmente y, las juntas de las piedras, han cedido y, como bien te dije hace tres mil diecisiete días, hoy he venido a matarte.

 De la boca del paralítico, después de un pequeño gemido, ya no salió palabra alguna. Únicamente brotó un líquido rojo intenso, como el color del Castillo Xabier, que no descorchó. Su cuello crujió entre nervios y manos invisibles.

Ya no sé si vi salir a aquel ser muy rápidamente o si se esfumó por arte de magia. Quedé prendido de una inquietud espantosa. No pude andar hasta las seis o siete; no estoy seguro. Aún se me hacía difícil de creer lo que había visto. Cuando pude no dudé en volar, mejor que en correr. Como les digo, pensé que mi amigo había fallecido y esa fue la razón por la cuál no lo llevé conmigo.

 Por otra parte, no podía presentarme a ustedes, contándoles lo que había visto, porque me comprometía. Hoy, día 16, me he enterado por el noticiario, que todavía vive mi amigo y que la justicia piensa sentenciarle mañana por la mañana, y esto cambia.

 Asimismo, como comprenderán, no sustraje nada de aquella casa, ni siquiera el maldito juego de ajedrez.

 Pido, más que clemencia, justicia.

 Si soltaran al bueno de Rafael Cruz, les rogaría que no nos hiciesen más preguntas. Pienso que me he extendido todo lo que he podido. Les he dicho la verdad y lo que sé. Sean justos. Bastante tendremos con llevar nuestras cruces a cuestas.

 Que Dios les guarde a ustedes muchos años.

 Vitoria, 16 de junio de 1814.

 Joaquín Iriondo Iñarra.